–Kevin, ¿por qué has tenido que aprender a escribir con la mano izquierda?
–Claro. Je, je, je. A raíz de ese suceso. A raíz del incendio.
El síndrome del miembro fantasma se da tras una amputación. Es, en pocas palabras, la sensación de que ese miembro sigue ahí: pica, duele, pesa, aunque ya no sea parte del cuerpo. Dicho de forma llana, ocurre porque el cerebro aún no entiende que ese miembro ya no está. Días después de haber sobrevivido al incendio en aquella celda, Kevin estaba convencido de que debajo de la venda no había un muñón, sino que estaba su mano. Casi muere en el incendio y gran parte de su cuerpo sufrió quemaduras. El vendaje es normal, pensaba.
–¿Cuándo te diste cuenta, Kevin?
–Estuve aproximadamente 25 días intubado, en estado de salud crítica. En la Ciudad de México, ya había recobrado la conciencia. No sospechaba que tenía amputada la mano. Se me acerca un doctor y me dice: “¿Qué piensas al respecto de tu mano?”. “No, pues ahí está”, le dije desde la camilla. Mi mano estaba vendada. “No, te la amputamos”, me dijo. Me le quedé viendo y me reí. “Ahí está”, le volví a decir. “Te la amputamos”, me dijo. Sentí un escalofrío. Sentí un gran vacío por dentro. Le dije: “A ver”. Y él empieza a descubrir la venda.
–Perdiste la mano que más utilizabas.
–Exacto. Se me fue el ánimo. No tengo ni palabras para describir lo que sentí.
Tras enterarse de que debajo de la venda ya no había mano, Kevin dejó de hablar durante cuatro horas. Es incluso poco tiempo si uno entiende todo lo que Kevin tenía que cavilar aquel día de abril de 2023, semanas después de que agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) dejaran que él y otros 66 migrantes se quemaran encerrados en celdas de una estación migratoria de Ciudad Juárez.
Una mano, para alguien como Kevin no era solo una mano. Era, hasta ese entonces, una herramienta fundamental para ganarse el salario mínimo en Guatemala y poder comprar la comida para su familia, incluida Demberli Camila, su hija recién nacida. Durante cuatro años, desde sus 21 hasta sus 25, cuando decidió migrar hacia Estados Unidos, Kevin trabajaba como vigilante privado. Cargaba una escopeta 12 a la entrada de una colonia capitalina en turnos de 24 horas para proteger a los que vivían adentro. Las escopetas 12, al disparar, reculan con potencia mientras escupen la nube de perdigones. Por eso es necesario sostenerlas con fuerza en ambas manos. Es difícil creer que una empresa de seguridad contrataría a Kevin de nuevo. De sus 24 horas libres, Kevin dormía apenas unas cuantas y luego se montaba en su moto y se ganaba algunos quetzales más haciendo viajes y mandados. Si para manejar una escopeta es necesario tener las dos manos, ya no se diga para conducir una moto.
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Por eso, cuando Kevin se enteró de que debajo de la venda había un muñón, no solo pensó en el pedazo de cuerpo que perdió, sino en cómo pagaría los cerca de 10,000 dólares que ya había adelantado al coyote que fracasó en llevarlo a Idaho, donde Kevin planeaba ganar 16 dólares la hora trabajando con un primo en la instalación de pisos; pensó en los cuatro botes de leche que Demberli, que no estaba tomando pecho, necesitaba cada mes; pensó en qué pensaría su mamá, a quien aquella madrugada que el retén de Migración lo detuvo en Juárez dijo por teléfono: “tranquila, mamá, son las autoridades, voy a estar bien”. Y pensó en el anhelo que le impulsó a migrar: una casa solo para su mujer, sus hijas y él. Salir de la casa de una sola estancia donde vivían con otros nueve familiares en el municipio de Villa Nueva, que siempre está en el peor podio de su país, el de los lugares más violentos. Quizá, pensó antes de migrar, comer mejor, dejar la dieta estricta de frijoles, arroz, huevo, tortillas; comer carne al menos tres veces a la semana. Quizá todo eso se lograba allá en Idaho, tras ocupar sus manos para instalar muchos pisos.
–Kevin, ¿de quién es la culpa de que no tengas tu mano?
–Claramente es de Migración. Ellos son los culpables que no abrieron. A ningún animal deberían dejar encerrado así. Pedimos ayuda, gritamos auxilio, nos estábamos quemando, nos íbamos a morir.
México mutiló a Kevin, como a tantos otros migrantes que no padecieron las llamas sino el acero del tren o el filo de algún machete. En aquel incendio, encerrados bajo candado en una celda del Estado mexicano, 40 migrantes perdieron la vida mientras suplicaban a los agentes lo que todos los migrantes detenidos anhelan: déjennos salir.
Kevin perdió la mano derecha. Cuando a día de hoy se le pregunta si siente rabia con las autoridades de ese país, Kevin responde severo, como el muñón de su brazo: “sí”.