Cuando el maestro de primaria Antonio Chox descubrió cinco apellidos kiche –como los de sus vecinos de Pasajquim, Guatemala– en la lista de migrantes fallecidos en el incendio de la estancia migratoria en Ciudad Juárez, México, supo que debía no solo avisarles, sino hacerlo en su lengua materna. “Lo que no se dice aquí en lengua materna, no se cree y se duda”, dice en entrevista con Bajo la Bota.
Era 28 de marzo, había transcurrido menos de un día desde que la noticia de la peor tragedia en contra de población migrante en custodia del gobierno en México daba la vuelta al mundo, pero en Pasajquim, con apenas 200 habitantes, donde hay señal de internet, pero no dinero para comprar un celular, esta noticia era apenas un rumor.
Uno a uno, el maestro Antonio se encargó de notificar más fallecimientos del incendio, como los de Francisco Javier Sohom Tzoc, de 25 años; Gaspar Josué Cuc Tziquim, de 26 años; Manuel Alexander Chox Tamiz y Marcos Abdon Tzinquin Cuc, de 22 años. Y acompañó a Catarina y Francisco Tzaj Ixtos, padres de Diego, otra de las víctimas mortales del incendio, desde que les avisaron que su hijo estaba herido.
“La gente nos ve raro, pero no sabemos qué pasó”
Catarina y Francisco Tzaj Ixtos ni siquiera sabían que una de las víctimas de aquel incendio era su hijo Diego. Lo último que supieron de él es que dos días antes de los hechos, al intentar acercarse a los Estados Unidos, el joven de 25 años fue detenido en una estación de Ciudad Juárez, según les contó por teléfono.
“¿Tienen alguna información de que Diego está en la lista de migrantes muertos?”, preguntó el profesor Antonio en kiche, al pararse frente a la vivienda de cemento y madera, en la aldea Palacal, ubicada en el departamento de Solalá, a más de 3,000 kilómetros de donde ocurrió la tragedia.
“Nada. La gente nos ve raro, pero no sabemos qué pasó”, contestó don Francisco, junto a su esposa, Catarina, mientras tres de sus cinco hijos, de entre cinco y 10 años, merodeaban al profesor y el resto paseaban por el patio de tierra de la vivienda.
El 29 de marzo, las autoridades de México los contactaron por teléfono para decirles que Diego tenía quemaduras graves en su cuerpo, sin más detalles.
Esa misma noche, Antonio regresó asombrado a la casa de los Tzaj Ixtos, e inició una transmisión en vivo desde su página de facebook “Tv La Costeña”, mientras su audiencia migrante guatemalteca en los Estados Unidos, se conectaba y se entusiasmaba de que Diego estuviera vivo.
El profesor sostenía su micrófono y usando un chaleco rojo, parecido al que usan los periodistas, pidió en su lengua, apoyo moral, psicológico y económico para la familia de Diego.
La madre, con un dolor que se reflejaba en su mirada clavada en el piso y vestida con su traje tradicional, pidió una oración para mejorar la salud del joven. El padre lanzó un mensaje de apoyo cargado de tristeza. A ninguno le importó pedir justicia, porque la sobrevivencia era la esperanza.
La transmisión en vivo obtuvo 1.3 mil reacciones, 107 mil personas se conectaron y 539 usuarios comentaron. Los paisanos en Estados Unidos escribían la alegría de que Diego viviera, pero también comentaban la rabia de que las autoridades no llevaron esa información hasta su casa.
El maestro Antonio hizo lo que las autoridades no hicieron: recorrió en su Toyota negra, modelo 2001, media hora de terracería, vio árboles frondosos, a indígenas bañándose en un río y pasó por un cementerio con pocas tumbas. Todo para llevar la información hasta la comunidad de Diego.
Transcurrieron los días y el 13 de abril, Catarina y Francisco recibieron la tercera y última llamada telefónica: su hijo Diego falleció en un hospital de Ciudad de México del que no recuerda el nombre.
El 13 de abril, a Palacal llegó un ataúd con la cubierta sellada. Al siguiente día fue sepultado. Diego fue uno de los 58 cuerpos que hasta abril de este año se repatriaron desde México a Guatemala. Muchos de ellos eran migrantes que intentaban cruzar la frontera estadounidense.
Días después del sepelio, Catarina mandó a enmarcar la foto de Diego, que fue tomada años atrás durante un partido de fútbol. La fotografía está junto a otras dos y la bandera de su país.
El maestro Antonio
El cementerio del caserío Chuilacal, ubicado en la aldea Pasajquim, tiene al menos 40 tumbas. Las cruces de cemento incrustadas en los puñados de tierra y las flores de plástico descoloridas por el sol marcan el espacio entre una y otra.
Aquí los habitantes mueren por enfermedades, como diabetes, cirrosis o cáncer.
El caserío está conformado por casi 60 casas de cemento y tabla. La mayoría de sus pobladores se dedican a la agricultura y reciben las remesas que los jóvenes envían desde EU.
Lo que fue un pueblo católico, al paso de los años, se convirtió en evangélico, y con ello, proliferaron las estaciones de noticias religiosas, ahora, estas estaciones de radio son el medio principal de información.
Como parte de la organización comunitaria hay líderes que, a través de los llamados comités sociales, se encargan de recolectar víveres para dárselos a quienes atraviesan alguna desgracia, como sucedió con las familias de los migrantes del incendio.
En Sololá, departamento al que pertenece este caserío, 84.5% de sus habitantes son pobres –de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística de Guatemala– es una de las áreas con más carencias de este país. En la aldea, los caminos son montañosos y con agua; hay conflictos territoriales y pueblos combativos.
Está rodeado por narcotraficantes que usan las veredas para pasar drogas como estupefacientes hasta el pacífico y para migrar con personas, muchos de los guatemaltecos empeñan sus terrenos “a los coyotes” para costear sus viajes, de acuerdo con lo que narran los habitantes de esta comunidad, entrevistados por Bajo la Bota.
Es aquí donde vive el profesor Antonio Choc, quien es un maestro bilingüe de 38 años de edad, estatura mediana, serio y de plática fácil, aunque un tanto desconfiado de los fuereños.
Desde pequeño notó que tenía facilidad de palabra cuando su padre, el pastor de una iglesia evangélica, lo llevó a predicar. Ya de adulto, mientras daba clases a sus alumnos de primaria, se le ocurrió montar en su casa una cabina de noticias a la que bautizó como “TV La Costeña”, y fue así como empezó a transmitir en vivo desde Facebook, los hechos de su comunidad.
“Cuando yo les avisaba a las familias de los jóvenes incendiados gritaban y lloraban”, recuerda el profesor.
Por eso y por muchas razones más, Antonio ya es más que conocido, es respetado en la aldea. Cuando se pasea por aquí la gente lo ubica como quien manejó su camioneta para informarles lo que en México sucedía.
“Para esos días lloré por el dolor que tenía cada familia, a mí me contagió todo esto… Cuando yo regresaba a casa me sentía con una gran tristeza, pero mi familia me apoyó”, dice el docente desde el cementerio.
Frente al montón de tierra y la cruz de cemento con el nombre: “Diego Tzaj Ixtos. Fallecido el día 13 de abril 2023”, Antonio cuenta que sus alumnos de primaria sueñan con cruzar a Estados Unidos para construir grandes casas de cemento.
“Si hubiera trabajo en este país, nuestros jóvenes no tendrían que migrar”, reclama. Mientras, tres hermanitos de Diego observan la tumba de su hermano.
Impunidad sin respuesta
“¿Qué le solicitarían a las autoridades mexicanas y de Estados Unidos?”, le pregunto a Catarina y Francisco.
Desde su casita de madera y techo de lámina conformada por tres cuartos, un patio largo mitad cemento, mitad tierra, la madre, el padre y los hermanitos del joven, de 8 y 11 años, se juntan para contestar la pregunta.
Catarina ha ido a uno de los cuartos para coger la foto de Diego. La enseña cómo una madre digna, pero también víctima de la impunidad que impera en México. Detrás de ella, una bandera de Guatemala colgada.
“Lo único que queremos decir es que se haga realidad el sueño de mi hijo, que era tener una casa de cemento para la familia”, dice doña Catarina, quien asegura que Diego se lo dijo en un sueño.