Se llamaba Andrés Calderón y tenía 23 años de edad. Venía de El Salvador, un país pequeño con rincones curiosos. Andrés Fernando Calderón venía de los alrededores de Comalapa, en Chalatenango, a unos 90 kilómetros de la capital, San Salvador. En el momento de su muerte estaba a 3,600 kilómetros de su hogar, para llegar allí cruzó la mitad de su país, luego Guatemala y después todo México, de sur a norte.
Su ruta fue desconocida para su familia. Tan solo le escribía a su madre por teléfono. Enviaba texto, no fotografías. “Mamá, estamos bien”. “No se preocupe”. “Vamos bien”. “Llegamos”. Y así cada tantos días desde que decidió irse. De hecho en México no dijo nada. Solo dijo que llegaron a México cuando estaba más cerca de salir de allí, pero no pasó. No fue.
La decisión de irse no la discutió con sus padres, ambos campesinos. Solo fue a verlos un día antes de tomar el rumbo y les dijo a ambos que “iban a salir”.
–¿Y para dónde? –preguntó su padre.
–Vamos a viajar pa’l norte. Ya está decidido y nos vamos mañana –respondió Andrés.
No iba solo. Su esposa le acompañaba. Viajaron juntos, pero en el momento de su muerte, Andrés llevaba tiempo sin verla. Estaba retenido en una celda de hombres en el Instituto Nacional de Migración. Su esposa sí llegó al norte. Allí estaba la última vez que se supo de ella.
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Andrés murió a 3,600 kilómetros de su casa y a pocos metros de la frontera que intentaba cruzar. Estaba en Ciudad Juárez, Chihuahua, al norte de México, en una ciudad que se ha desarrollado completamente pegada a la línea divisoria entre ambos países, entre el sueño y las falsas tomas amarillentas de las películas, estaba cerca de la línea entre Juárez y El Paso, su hermana siamesa del norte.
No era la primera vez que Andrés iba al norte. Al menos así lo relata su padre. El primer viaje en el que “se fue”, volvió a las cinco semanas. La segunda vez pasó dos meses fuera de casa, “hasta que lo regresaron”, según recordó su padre. Se desconoce qué falló en esas ocasiones, sin embargo, en esta tercera, lo que puso final a la historia migrante de Andrés fue el humo y un candado.
Junto a Andrés murieron 39 hombres más ese 27 de marzo de 2023. Estaban en la sede del Instituto Nacional de Migración de México, custodiados por funcionarios del instituto y la Guardia Nacional. Con Andrés eran 12 los salvadoreños en esa celda que no debía existir. Allí se cometieron varios errores, pero el más importante, el incomprensible, es que fueron tratados como delincuentes, cuando la ley mexicana no indica eso sobre las personas migrantes. Los testimonios de sobrevivientes (27 con lesiones de por vida y al menos 15 mujeres sobrevivientes con trastorno de estrés post traumático, que estaban en otra celda), reporta que durante el día fueron maltratados. Los funcionarios mexicanos les decían cosas como:
–¿Qué hacen en este país?
–Nadie los quiere.
–Aquí no tienen que venir a chingar.
–Si no les gusta, váyanse a su país.
Ser custodiado por gente que te desprecia es terrible para cualquier persona privada de libertad. Esa deshumanización por diseño, por política estatal, se tradujo en una celda con candado que no quisieron abrir cuando empezó el fuego. Una funcionaria lo dijo abiertamente en el momento de la emergencia: “A ellos no les vamos a abrir”. Está grabado.
Horas antes otros migrantes detenidos reclamaban agua y comida. No fueron atendidos. La celda estaba sobresaturada en la mañana con gente de cinco nacionalidades distintas. Luego se llevaron a un grupo de migrantes a otro lado, pero más tarde trajeron a un grupo nuevo. La situación empeoró. Los migrantes tratados como reclusos exigían agua y se les negaba, mientras los agentes tenían un pastel de cumpleaños para celebrar a la funcionaria que más tarde se negó a abrir el candado.
Unos migrantes amenazaron con incendiar los colchones como medida de presión y los uniformados los retaron diciendo que “hace rato lo hubieran hecho”. Les seguían negando agua y la protesta de quemar colchonetas de goma espuma empezó. Una víctima detalló que un funcionario le dijo “Suerte, güey”, y se fue.
La celda no tenía ventilación. Los detectores de humo no funcionaron. No había cerca extintores operativos. Y el candado decidieron mantenerlo cerrado hasta después de que llegaran los bomberos a recoger muertos. Esa fue la fórmula del infierno a pocos metros de la frontera. Todo por sed. Por sed de muchas cosas.
La familia de Andrés Fernando Calderón Carbajal dijo que él se había ido para hacer su casa y ayudar a su familia. Hoy ese ingreso económico y esa vida irreparable dejan un vacío enorme.
Andrés sí escribió cuando lo detuvieron, según reporta su familia: “Dijo que estaba en Migración y que estaban decididos a regresar a la casa, a volver a El Salvador”. Pero el plan no era volver así.
“‘El Cipote’ ya está muerto”, dice su padre. ¿Para qué esperar ya una disculpa de México? ¿Qué más esperar si fue a buscar su cadáver para traerlo y enterrarlo en el cantón El Morro de Comalapa? Lo que espera su familia ahora es que no vuelva a ocurrir. Que no le pase a otro. Y que los responsables respondan:
–Supuestamente ‘El Cipote’ iba a ayudar –dijo su padre–, por lo tanto tienen que reparar. Tienen que aportar.
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