Es un lugar común y qué horror, hermano, Stefan Arango, que te tocó constatar que, como muchos, también es cierto: en el instante que ves la muerte, tu muerte, llegar, entonces tu vida entera pasa frente a tus ojos como un último esfuerzo de la vida misma de poner algo entre tu rostro y la muerte, un intento desesperado de juntar tus memorias y tirarlas frente a la muerte cual barricada de escombros.
En la oscuridad del baño, parado bajo la regadera, tu cabeza ligeramente mojada por la poca agua que quedaba en el tinaco, tu cuerpo bien abrigado porque hacía frío en la mañana cuando saliste a comprar comida para ti y tu hermana en Ciudad Juárez, donde te detuvieron en la calle, después de seis semanas de camino y te llevaron a una cárcel para personas cuyo delito ha sido cruzar fronteras.
Tu cuerpo totalmente inmovilizado por los otros 40 o 50 cuerpos que te rodean y te aprietan y te aplastan, todos buscando aire, buscando escapar del fuego, escapar del humo donde, en la oscuridad total y el calor insoportable al ver la muerte a un paso, ves, de repente, la casa de tu infancia; una casa de lámina en Maracaibo, Venezuela, a inicios de los años noventa que, con el trabajo de tus padres se iba construyendo poco a poco, y te acuerdas del momento, a los cuatro años, cuando te enamoraste del fútbol en un país de beisbolistas, y de cómo ibas a la cancha a jugar y cuando no había entrenamientos salías a jugar a la calle, siempre, jugando descalzo con llagas en las rodillas, arrancando las uñas reventadas de tus pies, y ves a tu hermana, una de tus mejores amigas, siempre a tu lado, y recuerdas tus primeros viajes solo por todo el país jugando fútbol, tu ingreso a las ligas profesionales a los 17 años, tus años estudiando la licenciatura en Deportes y Educación Física en la Universidad de Zulia, el día de tu graduación, tu tiempo jugando en Colombia, el país de tu padre, y luego los cinco años que estuviste jugando de centro en Bolivia, y cómo te costó acostúmbrate al entrenamiento y los partidos en El Alto, a 4,150 metros sobre el nivel del mar.
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Te acuerdas de los vómitos y mareos que sufriste en tu primer partido ahí a los dos días de haber llegado, y la mate de coca que te dieron para calmar los mareos, son recuerdos lindos los de Bolivia, del equipo de la Universidad de San Andrés, de los Torneos de Villas que organizaban los mineros y como les pagaba en oro a los ganadores, los entrenamientos constantes porque a veces te tocaba jugar en pueblos de más de 5,000 metros de altura, fueron años de disciplina pero también de saber que estabas realizando tu sueño de vivir del fútbol y del día en que conociste en una cancha de fútbol a la mujer que sería tu novia y luego tu esposa, y cuando tu hermana te llamó un día y te dijo, “vámonos a Estados Unidos, vámonos por la selva, vámonos, vamos a ganar una platita, vamos a trabajar fuerte por unos años y después vamos a regresar” y, pues, bueno te motivó y un día le dijiste a tu esposa, “vámonos para ganar bien y estar mejor antes de que por la edad ya no me quieren en el fútbol o que me pase una lesión…” y te tocó irte por tierra de Bolivia a Maracaibo donde dejaste tus cosas y saliste un 6 de febrero de 2023 con tu hermana y una mochila con dos pantalones y cuatro suéteres y volver a pasar por Venezuela y Colombia hasta la Selva de Darién y todo Centroamérica, tú y tu hermana, quién tuvo que interrumpir sus estudios de enfermería cuándo fue mamá muy joven, tú y tu hermana siempre juntos, reservados, cuidándose, uniéndose con grupos de migrantes de Venezuela, Ecuador y Colombia, cuatro días para pasar la selva, de Panamá a Costa Rica donde pasaron tranquilos, fue un país de gente muy amable, se fueron hasta Nicaragua donde empezó la verdadera travesía donde los transportistas subían los precios cuatro o cinco veces lo que costaba un pasaje al ver extranjeros.
Honduras les trató muy bien, pero en Guatemala uno del ejército les robó todas las cosas y $200 de los $300 que tenían, y entonces, al tener que pasar por México, ya no tenían nada, caminaron 29 horas para llegar a Tapachula y conociste lo inhóspito que puede ser México, donde caminaron siete días seguido y a veces sin comer hasta Oaxaca, donde consiguieron viajar en el pasillo de un autobús hasta la Ciudad de México, donde pudiste juntar algo de dinero limpiando parabrisas para ir a Huehuetoca, en el Estado de México, y subir junto con tu hermana y el grupo de amigos con que venían a La Bestia; una semana duró ese viaje porque se subían muchos grupos armados en las diferentes paradas y quienes no llevaban dinero se tenían que bajar, y quienes se quejaban del cobro, se los llevaban, pero ustedes se quedaban callados y los hicieron bajar y caminar hasta que pasaba otro tren porque era aún más peligroso seguir solos a pie, y fue tremendo, terrible en el tren: peleas, secuestros, gente que le tiran del tren en plena velocidad, pero llegaste a Juárez por fin e intentaste aplicar para una visa en la aplicación de CBP One a Estados Unidos, pero era imposible sacar una cita. Imposible usar el internet de la calle —había mil personas en la plaza intentando hacer lo mismo y las páginas no cargaban—.
El día 27 de marzo que saliste a buscar comida para ti y tu hermana, saliste caminando a buscar un almuerzo más económico, saliendo del centro y te encontraste con agentes de migración y policías haciendo una redada, eran muchas patrullas, intentaste correr pero te agarraron cuando regresaste por tu amigo, que en paz descanse, y los llevaron al albergue a eso de las dos o tres de la tarde y ahí empezaron las disputas porque los agentes de migración pedían dinero, era un negocio ahí adentro también, ahí estaban los carteles, les pedían dieron para comer bien, y si uno quería salir de ahí, tenía que pagarle a un jefe de migración, pero no tenías más que el dinero para el almuerzo de esa mañana y les dijeron que les iban a deportar y empezaban las peleas y empezaban a arrinconar las colchonetas y amenazar de que iban a incendiar la estación migratoria, 67 personas en un espacio pequeño, cerrado, sin ventanas ni salidas de aire, era una cárcel, no había nada.
Querían salir pero no les dejaban y entonces empezó la pelea y empezaron a quemar las colchonetas y te acercaste a la puerta a pedir ayuda y el guardia te dijo, “suerte, güey”, y se dio la vuelta y salió y tú te fuiste al baño y se apagó la luz y empezó el olor de plástico quemado y del fuego que quemaba a la gente, y tu llevabas dos chamarras gruesas e intentaste tomar agua de la llave de la ducha del baño, pero se acabó el agua y te tapaste la cara, pero el fuego te llega al ojo derecho y tu oreja izquierda y ves tu vida entera y lloras y piensas en tu familia y le ruegas a Dios por tu vida y pides perdón y te entregas.
Acostado debajo de una cobija térmica, de repente, empiezas a gritar y una chica dice, “aquí hay un vivo entre los muertos, ayúdalo” y ahí es cuando te colocan el oxígeno en la cara y pierdas la memoria hasta un 19 de abril, después de haber estado entubado en coma por 21 días, y no sabes dónde estás ni qué ha pasado y solo te quieres morir hasta que empiezas a tomar memoria de todo en julio, después de meses de operaciones y medicinas, con daños severos en tus pulmones, tu hígado, tu estómago porque, como me lo dices, hermano, tú te quemaste por dentro.