Frontera México-Guatemala. La historia comenzó a mitad del Río Suchiate.
Un balsero se molestó contra un grupo de personas haitianas que se negó a pagar el viaje para cruzar el río que separa ambos países. Platicó el incidente a un compañero y éste a otros. En pocos minutos lo sabían todos los que trabajan o asisten al llamado Paso del Coyote, la zona donde en improvisadas balsas o lanchas cruzan miles de personas entre México y Guatemala.
El rumor de que las personas haitianas “no pagan” sentenció no sólo a quienes provienen de Haití, sino también a toda la población afrodescendiente: “Ya no hay que llevar negritos”, fue el acuerdo.
La consigna llegó a oídos de los conductores de microbuses que van desde Paso del Coyote hacia Tapachula. A partir de entonces cuando una persona negra les pide detenerse, los choferes deciden entre seguir de largo o dejarles subir y cobrarles por lo menos 30 dólares el viaje, más de seis veces el valor que paga una persona mexicana.
La versión, que se repite en casi toda esta zona de la frontera sur de México, es un intento de explicar el trato diferente a las miles de personas migrantes afrodescendientes que han llegado en los últimos años.
Es difícil saber si en efecto ése es el origen de la discriminación, pero en algunos sectores de la región eso es lo de menos. Para algunos, como los choferes de transporte público, sirve inclusive como justificante para su actitud.
Según ellos, la tarifa especial para estas personas es una compensación por el riesgo de ser acusados de polleros (traficantes de personas) en alguno de los retenes del Instituto Nacional de Migración (INM) y la Guardia Nacional (GN), que abundan en la zona.
“¿No te diste cuenta de que llevabas migrantes?”, es la pregunta que quieren esquivar y que puede ser el preámbulo de una eventual detención.
Eso no ocurriría si dejan en el camino a personas afrodescendientes. El riesgo es mayor al que enfrentan cuando transportan a centroamericanos, por ejemplo.
Es parte de la vida cotidiana para miles de personas migrantes afrodescendientes, que en los últimos años han llegado a la frontera sur.
Una oleada que en el caso de personas de Haití se profundizó a mediados de 2021, por la crisis política que siguió al asesinato del presidente de ese país, Jovenel Moïse, y luego un terremoto que causó la muerte de dos mil 200 personas.
Apenas caminan unos cuantos metros en territorio mexicano y encuentran abusos, extorsiones y, sobre todo, discriminación.
El fenómeno no es reciente en el país, reconoce la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en el estudio Los desafíos de la migración y los albergues como oasis. Encuesta nacional de personas migrantes en tránsito por México.
El documento revela que siete de cada 10 personas encuestadas en México creen que las personas migrantes son discriminadas y 56.6% asegura que en México se trata a las personas según su nacionalidad.
“Las personas migrantes a su paso por México deben enfrentar un trato discriminatorio por parte de algunos sectores de la sociedad mexicana”, señala el estudio. “Reciben insultos, burlas y malos tratos; les amenazan con llamar a autoridades migratorias, algunas otras denuncian explotaciones laborales y unos más golpes”.
Pese a todo, el rostro de la plaza central de Tapachula, Chiapas, se transforma, particularmente los domingos, con la mezcla de nacionalidades e idiomas, como el francés, creole, inglés o español con acento cubano.
Muchas de las personas migrantes que acuden ahí, lo hacen para trabajar y reunir dinero que les permita seguir su viaje a Estados Unidos. Otras buscan recursos para sobrevivir durante una larga estancia en la ciudad, mientras se resuelve su petición de asilo en México.
Pero en todos los casos, por algunas horas, se nota el entusiasmo. Dos jóvenes, por ejemplo, colocan una mesa en la banqueta con una máquina de coser; otros compraron refrescos en almacenes y los venden dentro de cubetas con hielo. Una mujer se compró una freidora y prepara un pescado con un condimento amarillo y papas, otras más la rodean con productos para cuidar el cabello.
Otras hacen trenzas a niñas, niños, mujeres y hombres. Más allá, en locales establecidos, los peluqueros son haitianos. El cabello no se descuida. Nadie, por más precaria que sea su situación, se permite tener descuidado el cabello.
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Los domingos, la plaza se convierte en un territorio completamente migrante. Pero el escenario cambia cuando arriban policías municipales e inspectores del ayuntamiento, quienes recorren los puestos callejeros y avanzan entre la multitud.
La mayoría evita el contacto con los uniformados, pero quienes no lo consiguen son interrogados por los funcionarios y enseguida se marchan rápido con profundas muestras de impotencia. “¡No somos delincuentes!”, grita un chico haitiano que desapareció abrazando su cubeta, mientras una vendedora local celebra “que se lleven a los negros” porque “no nos dejan trabajar”, dice.
No es un hecho aislado. “Con frecuencia hay operativos de comercio para retirarlos con violencia. Las personas haitianas suelen apropiarse del espacio público, tienen ese sentido de colectividad y acá no gusta eso”, dice Yuriria Salvador, coordinadora del área de Cambio Estructural del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova.
PERSONAS HAITIANAS Y AFRICANAS EMPIEZAN A CAMBIAR EL ROSTRO A LA FRONTERA SUR DE MÉXICO.
VIVIR CON MIEDO
En todo caso, las expresiones de racismo no apagan las reuniones de cada fin de semana para estos nuevos habitantes de Tapachula. La vendimia en la plaza es una muestra de su cultura que les ha acompañado por miles de kilómetros.
Es, también, una muestra de su vida cotidiana. La mayoría de las personas migrantes afrodescendientes que permanecen en la región esperan que el INM les entregue un oficio de salida para abandonar el país, una especie de salvoconducto para poder moverse hacia la frontera norte y tratar de cruzar a Estados Unidos.
Otros, en cambio, aguardan a que se resuelva su petición de asilo ante la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), lo cual les permitiría mudarse a otro sitio para conseguir empleo, pues en Tapachula las opciones laborales son escasas.
En ambos casos hay rezagos. Según organizaciones civiles, el INM no ha entregado suficientes oficios de salida y la Comar está rebasada. Entre enero de 2021 y marzo de este año, recibió 161 mil 22 solicitudes de refugio, la cifra más alta de su historia según datos de la dependencia.
Portar esos documentos es fundamental para tratar de superar el cerco que mantienen la GN y el INM en la frontera sur y que, según reconoce el gobierno mexicano, busca reducir la movilidad de personas fuera de la región.
“El propósito es mantener hasta donde sea posible a los migrantes en el sur-sureste del país”, reconoce el presidente Andrés Manuel López Obrador.
En todo caso, la estrategia provoca el cansancio de miles de personas haitianas y centroamericanas, quienes desde el año pasado han intentado salir de la zona en algunas caravanas, pero han sido detenidos por la Guardia Nacional y el INM.
Varios de quienes emprendieron el camino al norte estaban desesperados de vivir en la ciudad-prisión en la que se convirtió Tapachula. La mayoría, empero, sólo quería escapar de una vida con miedo a ser detenido en cualquier momento durante las operaciones para rastrear personas migrantes.
Un temor que se palpa en las casas donde viven muchas personas afrodescendientes, conocidas en esta frontera como cuarterías. En una de ellas se encuentra Anderson, un hombre haitiano corpulento que no pasa de los 30 años.
Se asoma tímidamente por la puerta de una casa que da a la calle y examina cada una de las combis que van pasando. Son las 15:01 horas y su esposa Betty debería haber llegado un minuto antes.
Dentro de esa vivienda hay 16 pequeños cuartos con baño y lavabo. Nada más. La gente duerme en el piso. El calor y la humedad se cuelan con fiereza en los rincones de esas habitaciones hacinadas y los convierten en saunas donde nadie quiere estar.
Quienes viven en las asfixiantes y minúsculas habitaciones de las cuarterías han atestiguado homicidios, desapariciones y violaciones. Hay quienes vieron cadáveres flotando en algún río.
A pesar del calor asfixiante, la mayoría permanece dentro de la casona por miedo a ser detenidos por la Guardia Nacional y expulsados a Guatemala.
Eso lo sabe bien Rochenelle, haitiano que también vive en esa casa. De unos 40 años de edad, delgado, igual que su voz. Llegó a Tapachula y pidió refugio a la Comar, por ahora cuenta con la constancia de que su proceso está en trámite.
Rochenelle quería trabajar mientras esperaba su resolución, pero en menos de un mes lo han detenido cuatro veces y en todas las ocasiones ha sido abandonado en Tecún Umán, Guatemala. La última captura ocurrió en la puerta de la cuartería cuando se había asomado a la calle.
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“¿Dónde está tu papelito?”, le preguntaron los agentes de Migración. Y se los mostró, pero igual lo llevaron “a dar una vuelta”, como llama a su expulsión. “Papel de Comar no sirve”, dice ahora.
Por eso a Anderson, el hombre corpulento que espera a su pareja, se le encendieron las alarmas cuando pasaron 15 minutos de la hora en que llegaría ella. Dejó encargados a sus dos pequeños hijos y salió a buscarla al centro, donde finalmente la encontró.
Las detenciones del INM no son casualidad, reconocen organizaciones civiles. “Se utilizan prácticas de perfilamiento racial para las detenciones”, dice Yuridia Salvador, del centro Fray Matías.
El organismo ha documentado que las autoridades parecen esperar que la población migrante pase el tiempo que dura su trámite de refugio “en lo oscuro y en la clandestinidad” y dentro del cerco militarizado que mantienen el INM y la Guardia Nacional en la frontera sur de México.
DE TAPACHULA A TIJUANA: ¿EL ÚLTIMO PASO?
Si pudieran escapar del cerco militarizado en Tapachula, ¿a dónde viajarían? “Tijuana”, responden en las cuarterías.
La ciudad fronteriza con Estados Unidos representa, para muchas personas haitianas y africanas, la antesala de una nueva y mejor vida. Un símbolo de los miles de kilómetros que han recorrido por tierra, desde países como Chile, Brasil o Ecuador; de sobrevivir la peligrosa selva de El Darién, entre Colombia y Panamá, y superar la violencia de pueblos y ciudades controlados por pandillas en Centroamérica.
Tijuana representa, en su mente, el último pasito de un largo viaje. Sin embargo, la ciudad norteña es en realidad, una prolongación del camino de discriminación y abuso que paden las personas migrantes.
Lo sabe Julién, un joven haitiano que permaneció en una carpa dentro de un nutrido campamento a unos pasos del muro fronterizo.
El migrante padece las secuelas del duro y largo viaje por toda América Latina. Por momentos se muestra jovial, dispuesto a contar su historia sin problemas. Pero a veces, cuando recuerda algunos episodios de la odisea se torna retraído, incluso hostil.
Hace dos años, Julién estaba en el sur de Chile escuchando a alguien llamarlo “negro culiao” y acusarlo de “robar el trabajo” a campesinos chilenos. Había llegado a esa zona huyendo de episodios similares en Santiago, la capital del país. Se había ido con su esposa e hijo a Puerto Mont, donde acaba la tierra firme del continente y comienzan los archipiélagos del sur.
“Negro culiao” es un insulto en Chile. Las palabras calaron fuerte y le impulsó a irse con su familia lo más lejos posible de quien le insultó: Tijuana. A nueve mil 300 kilómetros de distancia.
Su esposa embarazada y su hijo salieron precipitadamente de ese país. Él llegaría después, cuando consiguiera el dinero para su pasaje. Pero el plan no resultó. Su vuelo fue cancelado por la pandemia y su familia sólo resistió dos meses en Tijuana.
Cuando por fin logró salir de Chile, cruzó todo el continente hasta la frontera norte de México, sólo para encontrarse con que su esposa e hijo se fueron a Miami, donde nació su hija.
“Ella llegó aquí y vio lo mismo que está pasando en Chile. Dijo que le fue mal. En todos lados hay racismo. Se fue a Estados Unidos porque allá hay seguridad y hay justicia”, dice.
Julién enfrenta el problema de reunir el dinero suficiente para viajar a Miami. Un plan que no ha funcionado: compró algunos pares de zapatos y trató de venderlos en un mercado, pero entonces “llegó un señor que me dijo: oye negro, váyase que yo voy a ocupar ese puesto”, cuenta.
El intruso dijo que el sitio en la calle donde el haitiano ofrecía la mercancía era suyo. “Oye negro, váyase a Haití, dijo. Me golpeó, empezó a pelear. Los compañeros llamaron a la policía y lo llevaron preso”.
El agresor quedó libre a los dos días y fue directo a localizar a Julién para amenazarlo. La población afrodescendiente en Tijuana es fácil de localizar porque se agrupan por comunidades en cuarterías, igual que en Tapachula.
Y fue así como el chico haitiano quedó confinado a una carpa en la calle, sin trabajo ni dinero. Sin claridad de pensamiento, sin planes. “Yo como, si me regalan algo. Si no, me quedo así. Tengo mucho miedo de caminar”, confiesa.
LA LLEGADA
La comunidad de personas haitianas en Tijuana comenzó el 28 de mayo de 2016, cuando llegaron varios autobuses con migrantes que viajaban desde la frontera sur del país. Eran parte de un grupo numeroso que emprendió camino meses antes desde Brasil, donde se encontraban, para huir de la crisis económica en ese país.
Al llegar encontraron un ambiente hostil, inclusive con protestas de algunos tijuanenses que rechazaron su llegada.
Uno de los pocos que les ofrecieron ayuda fue José María García, quien los recibió en su albergue Juventud Migrante, con capacidad para atender a 35 personas.
El local resultó insuficiente y fue necesario construir viviendas en un terreno aledaño al albergue. Fue el inicio de un éxodo que no ha parado.
Entre 2016 y 2017, académicos del Colegio de la Frontera Norte estimaron que llegaron a Tijuana entre 15 mil y 20 mil personas migrantes procedentes de Haití. Muchas cruzaron a Estados Unidos y otras se movieron a otras ciudades fronterizas.
No está claro cuántos quedan. De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2020, en Baja California residen dos mil 540 haitianos, pero en realidad pueden ser muchos más, reconocen organizaciones civiles.
No ha sido sencilla la estancia de esta comunidad. Las personas haitianas, como sucede a menudo con las y los afrodescendientes, llegan a Tijuana con secuelas emocionales por cruzar sitios altamente peligrosos, como la selva de El Darién, en Colombia, o los barrios y comunidades controladas por pandillas de maras en Centroamérica.
A eso se suma el viaje por territorio mexicano, donde además de las constantes amenazas de extorsiones, secuestros, abuso sexual o asesinatos, se enfrentan también con una posición endurecida de los gobiernos de México y Estados Unidos hacia la migración irregular, dice Paulina Olvera, directora de la organización civil Espacio Migrante.
“Están de paso en Tijuana, pero cada vez se han ido endureciendo más las políticas y la espera está durando meses o años”, advierte.
Algo que sabe bien Peterson, un joven haitiano que en 2016 logró cruzar a Estados Unidos con su familia, pero fue detenido por la Patrulla Fronteriza.
A su esposa e hijo los llevaron a un centro de detención en ese país. El joven fue deportado a Haití desde donde emprendió de nuevo el viaje de regreso: llegó a Brasil y desde allí siguió hasta Tijuana. “Pasé por muchas tragedias para llegar acá. Caminé mucho hasta que llegué a Tapachula”, cuenta.
La última vez que vio a su hijo, en 2016, tenía un año de edad. Ahora el pequeño vive en Canadá con su mamá. “Cinco años sin ver a mi hijo es muy triste para mí”, dice Peterson en la casa de 16 habitaciones donde vive, apenas con un colchón, algunas sábanas, poca ropa, una hornilla, una escoba, comida enlatada y cereales. Poca luz, poca ventilación, eco de los pasos cuando nadie habla.
Igual a las cuarterías donde alguna vez se refugió en Tapachula. Igual también el miedo que enfrentó en el sureste mexicano y que ahora, a miles de kilómetros de distancia, le tienen casi paralizado.
Casi no sale de la habitación. Los documentos del trámite inconcluso de refugio ante la Comar están extraviados. En su desesperación, Peterson sólo atina a decir a las autoridades de México o sus vecinos en Tijuana: “Déjenme salir de aquí”.