Estas prerrogativas consisten básicamente en que las Fuerzas Armadas conservan el control de los asuntos internos, fuera de los mecanismos existentes de transparencia y rendición de cuentas. Aspectos tradicionales de esta autonomía militar mexicana como la definición y ejercicio del presupuesto militar, la definición de las políticas militares, el mando castrense de las instituciones de defensa, y el aislamiento de la contraloría interna de las Fuerzas Armadas respecto del sistema nacional de fiscalización y auditoría, han quedado intactos en el presente gobierno.
En medio de una multiplicación de funciones y procesos de militarización creciente en América Latina, las Fuerzas Armadas mexicanas, además de conservar el control de sus asuntos internos, han logrado expandir su rol en múltiples ramas de la administración civil, en una especie de militarización persistente que ya lleva por los menos 40 años. De ahí que el uso de los militares en tareas civiles, lejos de ser una política transitoria, se ha vuelto un aspecto orgánico del ejercicio del poder en México.
Este gobierno es un paso adelante en la alternancia partidista mexicana que en los últimos 21 años ha visto el ascenso al poder de presidentes de partidos políticos diferentes y encontrados, lo que ha confirmado el proceso democratizador después de más de 70 años de autoritarismo monopartidista.
Sin embargo, la experiencia de la alternancia política no pareció mellar las prerrogativas militares del Ejército, la Fuerza Aérea, y la Armada de México, ni la expansión de sus actividades en tareas civiles. Después de los primeros gobiernos panistas, el del presidente Vicente Fox (2000-2006), y el de Felipe Calderón (2006-2012), y más tarde del gobierno priísta de Enrique Peña Nieto (2012-2018), los militares mexicanos ampliaron sus funciones a otras áreas de gobierno supuestamente diseñadas para tener una dirección civil, no una militar.
Aunque la llegada al poder de un partido de reciente creación, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) despertó expectativas en la sociedad civil sobre un cambio en las relaciones civiles – militares en México tendiente a la desmilitarización y al fortalecimiento del control civil de las Fuerzas Armadas, los hechos indican que ningún cambio sobresaliente, favorable a la reducción de prerrogativas militares, ha ocurrido en el nuevo gobierno.
Todo lo contrario. López Obrador ha extendido la participación militar a otras tareas gubernamentales como la gestión de puertos marítimos, la construcción de aeropuertos civiles y vías ferroviarias, la aplicación del plan de vacunación nacional, y el control de la llegada masiva a territorio mexicano de migrantes indocumentados que desean llegar a Estados Unidos. Con López Obrador, las Fuerzas Armadas han adoptado un rol empresarial con una magnitud no observada en gobiernos anteriores.
Estas modificaciones al perfil de las Fuerzas Armadas confirman la tendencia histórica reciente en el país: ninguna de las fuerzas políticas que se han alternado el poder en México desde el año 2000 está dispuesta a afectar, disminuir, o suprimir las privilegios de las Fuerzas Armadas que las mantienen como instituciones autónomas, alejadas en la práctica de los procesos de transparencia y la rendición de cuentas.
Todas las evidencias apuntan hacia el sostenimiento de la autonomía castrense y la militarización persistente, orgánica y creciente en este gobierno.
CAMBIOS EN LA ESTRUCTURA MILITAR
El despliegue territorial del Ejército mexicano se ha mantenido sin transformaciones sustanciales a lo largo de décadas: 12 regiones y 45 zonas militares. El tamaño de la fuerza de poco más de 214 mil elementos ha permanecido también sin cambios desde los últimos cinco años. La Armada de México ha experimentado un aumento moderado de su personal al pasar de 56,254 elementos en 2018 a 61,242 en 2020, según el Segundo Informe de Gobierno de este gobierno.
López Obrador ha incrementado de manera moderada el presupuesto de las Fuerzas Armadas, considerando su valor real. En términos reales y pesos constantes, el gobierno de López Obrador asignó un 10.67 por ciento de aumento a la Secretaría de la Defensa Nacional en su primer Presupuesto de Egresos 2019, lo bajó un 3.9 por ciento al año siguiente, para continuar con un 9 por ciento de incremento en 2021. (Ver gráfica)
En cambio, López Obrador ha disminuido el presupuesto de la Secretaría de Marina- Armada de México, con variaciones porcentuales de -1.89 en 2019, 6.1 en 2020, y -8.57 en 2021. (Ver gráfica)
Las gráficas anteriores muestran otra tendencia en las relaciones civiles-militares en México: los presidentes de la República utilizan a las Fuerzas Armadas en la seguridad pública o en otras asignaciones alejadas de las tareas castrenses profesionales, pero no las respaldan con aumentos significativos de presupuesto. Esto ha llevado a la sobreutilización de los equipos militares y a la posible desmoralización de las tropas que no ven recompensados sus esfuerzos con incrementos en los haberes y renovación de su armamento.
INVOLUCRAMIENTO ORGÁNICO DE LAS FUERZAS ARMADAS EN LA SEGURIDAD PÚBLICA
El despliegue militar mexicano está determinado por el privilegio a los planes de Defensa Nacional II y III, dedicados, respectivamente, a combatir las amenazas internas y a participar en auxilio de la población en casos de desastres.
El Plan de Defensa Nacional I, diseñado para enfrentar amenazas externas, como una invasión militar o un ataque armado de otro país a naves o instalaciones estratégicas, se mantiene aún como un programa permanente, pero en desuso, con pocas posibilidades de ser activado.
La Armada de México, con siete regiones y 13 zonas navales y más de 61 mil elementos, protege las costas del país, la zona marítima exclusiva de México y, en general, los cuerpos de agua del territorio nacional. Sin embargo, desde el gobierno de Felipe Calderón, la Infantería de Marina y la Fuerza Aérea Naval se han visto involucradas directamente en el combate a la delincuencia organizada.
Otros presidentes, de fuerzas políticas diferentes, han recurrido a las Fuerzas Armadas para mantener una precaria seguridad pública ante el embate de grupos criminales.
Las organizaciones criminales mexicanas, empoderadas por el apetito de nuevas drogas en los mercados estadounidense y europeos, y la debilidad de la fuerza policial mexicana, sujeta a corrupción y prácticas de violación a los derechos humanos, han tomado el control de municipalidades enteras ejerciendo un cuasi gobierno paralelo que cobra impuestos, controla a los cuerpos locales de policía y mantiene secuestrado el ejercicio presupuestal.
Cuando ocurrió el cambio de las organizaciones criminales mexicanas que pasaron de ser productoras y comercializadoras de marihuana y heroína a responsables del tránsito de cargamentos de cocaína proveniente de la región andina, los gobiernos mexicanos comenzaron a pensar en una militarización orgánica del combate al narcotráfico.
Luego de que los gobiernos de Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo usaron a las fuerzas armadas como el factor principal para exterminar a los grupos de la insurgencia armada mexicana, los gobiernos subsecuentes reorientaron a las Fuerzas Armadas hacia la lucha contra el narcotráfico.
Durante el gobierno del presidente Miguel de la Madrid (1982-1988), las fuerzas armadas crearon Grupos Aeromóviles de Fuerzas Especiales (GAFEs) para realizar operaciones de alto impacto contra el narcotráfico. Aunque el desarrollo de estas unidades militares se suspendió temporalmente por la serie de ejecuciones extrajudiciales cometidas por las fuerzas especiales, el presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) usó a los GAFEs para realizar detenciones de narcotraficantes notables en una maniobra para ganar simpatías populares después de las sospechas de que había llegado al poder tras un fraude electoral masivo en 1988.
El presidente Ernesto Zedillo (1994-2000) fue más lejos: multiplicó las fuerzas especiales del Ejército y las desplegó en todos las entidades de la República, militarizó la Policía Judicial Federal, y creó la Policía Federal Preventiva (PFP) como el primer intento de formar una fuerza intermedia especializada en operaciones de alto impacto en materia de seguridad pública. Sin embargo, la PFP integrada por elementos de la Policía Militar desvió pronto su misión de seguridad interna e intervino en conflictos sociales. Uno de sus momentos más infames ocurrió cuando elementos de la PFP violaron la autonomía universitaria y ocuparon la Ciudad Universitaria para detener a los líderes de un movimiento estudiantil en febrero en el último año de gobierno de Ernesto Zedillo. Este gobierno fue el último de una dinastía priísta que duró 70 años.
La militarización no terminó con el fin de esas siete décadas de gobiernos priístas. Vicente Fox, militante del Partido Acción Nacional (PAN), el primer presidente (2000-2006) de una serie de alternancias de partidos políticos en el poder, mantuvo la existencia de la Policía Federal Preventiva y lanzó operaciones con Brigadas de Operación Mixta compuestas con policías y militares pero sujetas a un mando militar contra algunas organizaciones de narcotraficantes del país. En un paso más avanzado de militarización de la administración de justicia, Fox nombró a un general de división como procurador general de la República y le encomendó llevar a juicio a López Obrador, en ese entonces jefe de gobierno de la Ciudad de México.
Al término del mandato de Fox, el PAN logró ganar por segunda ocasión consecutiva la elección federal de 2006 y puso en el poder a Felipe Calderón, un presidente que se vistió con el uniforme militar y se mostró proclive a usar de manera intensiva a las Fuerzas Armadas tras su “declaración de guerra” contra el narcotráfico. El nuevo gobierno se deshizo de la Policía Federal Preventiva y la unió al cuerpo de la Policía Federal.
Calderón involucró a la Infantería de Marina en la lucha antinarcóticos y sustituyó con militares los cuerpos de policía estatal en las principales ciudades de los estados de la frontera norte. Este fue el sexenio donde las Fuerzas Armadas alcanzaron el máximo protagonismo en todas las decisiones de seguridad pública. Las violaciones persistentes a los derechos humanos cometidas por elementos de las Fuerzas Armadas y las presiones de varios casos de impunidad llevados a la Corte Interamericana de Derechos Humanos en contra de las Fuerzas Armadas, llevaron al presidente Calderón a iniciar una serie de reformas que acotaron el fuero militar y posibilitaron que elementos de las Fuerzas Armadas acusados de violar derechos humanos fueran enjuiciados en tribunales civiles, no militares.
El acotamiento del fuero militar fue sin duda un paso adelante en la reducción de privilegios militares. Sin embargo, el uso intensivo de las Fuerzas Armadas en materia de seguridad pública siguió adelante y, con él, la continuación de las viejas prerrogativas castrenses.
El siguiente presidente Enrique Peña Nieto recurrió a las Fuerzas Armadas para perseguir al Cártel de Sinaloa mientras ordenaba la suspensión de información pública sobre las operaciones militares. Durante su periodo, los militares se vieron involucrados en ejecuciones extrajudiciales masivas, como fue la matanza de 22 civiles en Tlatlaya, Estado de México, en junio de 2014. Peña Nieto intentó crear su propia Fuerza Intermedia con el nombre de Gendarmería Nacional, que estaría formada por 40 mil elementos. La Gendarmería comenzó con 5 mil elementos el 22 de agosto de 2014, pero nunca logró expandirse hasta la totalidad de fuerza planificada originalmente. La oposición a una nueva versión militarizada de la policía llevó a Peña Nieto a abandonar su intento de integrar a una fuerza intermedia y la Gendarmería Nacional fue disuelta oficialmente en el primer año de gobierno de López Obrador.
LA FORMACIÓN DE LA GUARDIA NACIONAL
Aunque los medios nacionales y extranjeros han insistido en que incumplió su promesa de desmilitarizar al país y devolver a los soldados a sus cuarteles, López Obrador nunca exhibió una intención desmilitarizadora.
Ninguna de las plataformas políticas que López Obrador usó en las campañas electorales de 2000, 2006, 2012, y 2018 propuso alejar a las Fuerzas Armadas de misiones internas. Una revisión minuciosa de todas las noticias relacionadas con López Obrador desde 2000 a la fecha indica que la única preocupación que él manifestó como candidato a la Presidencia era que las Fuerzas Armadas no deberían usarse “contra el pueblo”.
En una demostración de una esa postura conservadora en relación a las características de la administración militar y el ejercicio castrense de la fuerza, durante su segunda campaña por la presidencia en 2006, como cabeza de la Coalición por el Bien de Todos, López Obrador dijo que en caso de llegar a la presidencia, nombraría a militares del más alto grado como responsables de las secretarías de la Defensa Nacional y de la Marina-Armada de México.
La práctica de colocar a militares al frente de las instituciones de Defensa está en consonancia con un proceso de retroceso en el esfuerzo de crear ministerios civiles de la defensa como un vínculo y una dirección civil entre las Fuerzas Armadas y la presidencia de la República. Los ministerios civiles han proliferado más en Sudamérica, en tanto que los departamentos de Defensa en México y Centroamérica siguen siendo dirigidos por militares de carrera. En los últimos quince años los militares han regresado al mando de los departamentos de defensa de varios países y son ahora mayoría en América Latina. (Ver cuadro).
Siguiendo la tradición mexicana, López Obrador nombró a un general de división como secretario de Defensa y a un almirante como secretario de Marina-Armada de México. México sigue siendo uno de los países de América Latina donde los militares encabezan las instituciones de defensa. En América Latina existen siete mandos civiles y 10 militares. (Ver cuadro).
La creación de la Guardia Nacional en el gobierno de López Obrador es consistente con las opiniones de una serie de expertos en seguridad mexicanos que insistían que México debía crear un cuerpo de seguridad intermedia como un paso necesario de la desmilitarización de la seguridad pública y la lucha contra el narcotráfico.
Esta doctrina establece que si las Fuerzas Armadas están diseñadas y entrenadas para usar el máximo de fuerza posible para enfrentar una amenaza a la integridad territorial o a la seguridad de la nación, no deben enfrentarse a amenazas internas cuyo tratamiento requiere una limitación en el uso de la fuerza.
Aunque los grupos de la delincuencia organizada se han pertrechado con armamento de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas, sus capacidades de organización y combate son notablemente inferiores a los que puede poseer un ejército profesional. De ahí la necesidad de una fuerza intermedia que pueda contener o disuadir a la delincuencia organizada sin el uso de la violencia máxima que puede ejercer una unidad militar.
Como las organizaciones delictivas operan principalmente en ciudades, el enfrentamiento de fuerzas castrenses contra grupos de la delincuencia organizada siempre lleva consigo el riesgo de afectar a civiles inocentes que se ven atrapados entre el fuego de las fuerzas en enfrentamiento. Aunada a este riesgo de afectar a la población civil, también existe el riesgo inherente de confundir a civiles transeúntes con elementos de las fuerzas criminales.
En América Latina, las fuerzas responsables de la seguridad interna son mayoritariamente civiles, aunque hay un buen número de países que usan fuerzas intermedia compuestas por un estamento militar. (Ver cuadro).
Aunque invitó a los elementos de la hoy disuelta Policía Federal a sumarse a la Guardia Nacional, el gobierno de López Obrador eligió la creación de una fuerza intermedia con un componente militar importante. De ahí que algunas organizaciones de la sociedad civil hayan denunciado que el presidente López Obrador incumplió su promesa de desmilitarizar al país y devolver los militares a los cuarteles. La realidad es que López Obrador, cuidadoso de su relación con las Fuerzas Armadas, nunca hizo esa promesa.
Desde 1997 cuando empezó la primera de sus campañas electorales para ganar la presidencia de la República, López Obrador sostuvo una postura conservadora en relación con la función que las Fuerzas Armadas cumplen actualmente en materia de seguridad pública y seguridad interior.
El camino elegido, sin embargo, no está exento de las críticas tanto de los detractores de fuerzas políticas opositoras como de algunos grupos de la sociedad civil que siguen viendo a la Guardia Nacional como una repetición de los procesos de militarización que han ocurrido en los últimos 15 años.
En este gobierno ha ocurrido una reducción sensible de las operaciones militares como lo demuestran los datos del anexo estadístico del Segundo Informe de Gobierno. De acuerdo con este documento, las Fuerzas Armadas mexicanas han reducido todas sus operaciones terrestres, aéreas y marítimas.
Eso no significa que esté ocurriendo un proceso de desmilitarización, pero sí puede ser un elemento a tomar en cuenta si se trata de valorar la reducción de la presencia militar en el país en aras de la reconstrucción de las policías locales, estatales y federales y el fortalecimiento de la Guardia Nacional.
Los retos para esta tarea son enormes. El gobierno tiene encima la crítica de una sociedad civil que desconfía de la intención de crear una fuerza intermedia para enfrentar a la delincuencia organizada y alejar a las Fuerzas Armadas de las misiones de seguridad pública. Por otro lado, tiene enfrente a unas Fuerzas Armadas que parecen conformes de adoptar cualquier misión, así sea en detrimento de las capacidades civiles para gobernar. Y por el otro lado, enfrenta a grupos criminales dispuestos a ejercer la máxima violencia posible contra la población.
Con el nombramiento de un jefe del Ejército a mediados de agosto de 2021, López Obrador dio paso a un cambio interno importante en la Secretaría de la Defensa Nacional, que ahora tendrá a un jefe del Ejército y a un jefe de la Fuerza Aérea, lo que va a permitir una relación equitativa de los militares de tierra que siempre han prevalecido sobre los de aire. En realidad, el cambio podría ser el primer asomo de un intento ambicioso de crear un comando conjunto de las Fuerzas Armadas, una fusión del Ej́ército, la Fuerza Aérea y la Armada de México en una sola dependencia, y, nombrar a un civil que encabece un nuevo Ministerio de la Defensa.
Si ese cambio está realmente en las intenciones de gobierno de López Obrador, estaría sucediendo la transformación estructural más relevante de la fuerza militar desde 1946 cuando el entonces presidente Miguel Alemán creó 12 regiones militares, para relacionarse no con 33 jefes de zona, sino sólo con sus comandantes regionales. La designación de un civil al frente de un solo Ministerio de la Defensa llevaría otros retos: el primero es la costumbre militar de rendir lealtad al presidente como el jefe supremo de las Fuerzas Armadas y no reconocer ninguna otra autoridad civil intermedia entre los militares y el presidente. El segundo es la desconfianza de los militares sobre la corruptibilidad de los mandos civiles. Desde el punto de vista del liderazgo militar, la batalla contra la corrupción no necesariamente se gana con el nombramiento de un civil como secretario de Defensa Nacional. Eso indica que si el presidente tiene ideas reformadoras, éstas vivirán el reto de la oposición de un sector de las Fuerzas Armadas que se resiste a cambiar, acostumbrado a mantener las prerrogativas acumuladas que ningún presidente se ha atrevido a tocar.